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Tesis e hipótesis

La renuncia por parte de algunos miembros de la jerarquía eclesiástica a ejercer la autoridad, que Dios le ha conferido a la Iglesia y al Papa, para enseñar infaliblemente la moral y la doctrina de la fe no está contribuyendo a difundir el cristianismo entre los alejados de él. Está, en cambio, debilitando la moralidad y la fe y está alejando de Dios y de su Iglesia a los cristianos.

Esa renuncia vuelve sal insípida a esos miembros de la jerarquía que no ejercen como tal, que no actúan como jerarquía. No es nada inexplicable, aunque sea lamentable, que sea pisoteada esa sal insípida. Ya se lo advirtió el que les confirió esa autoridad para bien del pueblo, no para esconderla bajo el celemín.

Los cristianos, los católicos, que no actúan como tales, que no obran en consecuencia, no sólo no cristianizan la sociedad, ni se limitan a no llevar su bien divino y humano al prójimo, ni sólo dejan de contribuir al bien común natural y sobrenatural, sino que se descristianizan ellos.

Está claro que los que por no ser católicos no creen que la jerarquía eclesiástica enseña infaliblemente la moral natural y la doctrina de la fe, no la obedecerán, ni acatarán, ni aceptarán esa enseñanza.

Y está claro que, si no son católicos todos o casi todos los habitantes de un país, no se puede realizar la tesis católica de que la sociedad necesita y debe acatar a Dios y a su Iglesia y que el Estado, la organización política de la sociedad, debe ser confesional y lo necesita, para el buen funcionamiento de sus fines naturales. Así lo enseña el propio Ratzinger cuando era cardenal hablando de la democracia.

Y por eso está claro que, si no son católicos todos o casi todos los habitantes de un país, y por lo tanto no van a acatar voluntariamente a Dios y a su Iglesia, por desconocer su existencia e ignorar su sobrenaturalidad y su autoridad, entonces, en esta situación de hipótesis, lo que puede propugnar la Iglesia jerárquica con el Papa a la cabeza es que el ejercicio de la libertad religiosa sea permitido y protegido por las autoridades y por las leyes civiles, aunque no sea confesional el Estado.

El problema es que sólo un Estado confesional atenderá esta petición de la Iglesia de libertad religiosa para los que profesen cualquier religión, aunque es de ley natural la libertad religiosa.

Y aún es más problema convertir la hipótesis en tesis como hace el catolicismo liberal y algunos o muchos eclesiásticos que lo siguen.

Esto es lo que ha ido descritistianizando progresiva y aceleradamente la sociedad occidental en los tres últimos siglos y lo que, como consecuencia de esa descristianización, la ha ido deshumanizando con la extensión de prácticas tan inhumanas como la matanza de niños en el vientre de su madre, que ha llegado a ser masiva.

Occidente es la versión secularizada de la Cristiandad.

Convertir la hipótesis en tesis es consecuencia de la omisión de proclamar lo que enseña el Concilio Vaticano II como es obligación de esos eclesiásticos y de todos los católicos:

"La Iglesia, juntamente con los profetas y con el mismo Apóstol, espera el día, que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos invocarán al Señor con voz unánime y le servirán hombro con hombro" (Nostra aetate, 4).
Lo que es proclamar con toda seguridad la confesionalidad de todos los pueblos y que obrarán en consecuencia en el futuro.

La Iglesia aporta la esperanza cierta e imborrable de que con toda seguridad se llegará en el mundo a un modo de vida humano en plenitud de justicia y de paz como resultado de llegar a "conformar —en la verdad, en la justicia, en la libertad y en el amor— la historia humana con el orden divino"; se llegará a la paz que es "resultado de un orden diseñado y querido por el amor de Dios", como proclamó Benedicto XVI en su mensaje para la jornada por la paz de 2006, precisando que "es un don celestial y una gracia divina".

Esta confesionalidad de todos los pueblos y de su organización política autonómica, nacional y mundial excluye taxativamente cualquier tipo de confusión entre la esfera religiosa y la esfera política.

Esta confesionalidad excluye también taxativamente la intolerancia religiosa. Todo lo contrario: por ser una virtud la tolerancia, aunque es posible practicarla con las fuerzas humanas, que lo sea de hecho siempre y generalizadamente por todos los pueblos y sus autoridades sólo es posible con los medios que aporta la Iglesia, y la aceptación de estos medios, en particular la autoridad de la Iglesia en materias morales como infalible, es lo que define a los estados confesionales. El ejercicio de su libertad religiosa por todos los que profesen cualquier religión y la práctica de su religión sólo será posible en un Estado católico generalizado y universalizado, si obra en consecuencia.

De lo que se trata es de "la coherencia entre fe y vida, entre evangelio y cultura, recordada por el Concilio Vaticano II". Ser católicos y obrar en consecuencia, en la esfera privada y en la pública, individual y colectivamente, cada persona y la sociedad.

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Hipótesis y laicidad

Dice Karlos Santamaría (El Diario Vasco, 1981/07/12):

"Creo que fue a finales de la década de los cuarenta cuando la palabra laicidad empezó a abrirse paso. Tal vez yo fui uno de los primeros en adaptarla al castellano cuando publiqué en «Documentos» traducido de la revista «Esprit» con la autorización expresa de Emannuel Mounier el famoso artículo de Vialatoux y Latreille «Cristianismo y laicidad»

La gran novedad del concepto de laicidad consistía precisamente en el hecho de que sus autores no consideraban ya la «hipótesis» como una situación negativa, de mera tolerancia, sino como una positividad altamente estimable. El descubrimiento de los valores que se encierran en una sociedad profana moderna, en la que los ciudadanos gozan de una total libertad para buscar por sí mismos la verdad, fuera de toda coacción y de toda imposición, era la «proyección jurídica de la libertad del acto de fe y la garantía de esta misma libertad»". 

Eso dice Karlos Santamaría, pero la garantía de la libertad de coacción es el estado confesional real y consecuente, no simplemente nominal, sino que esté consagrado a Dios y obre en consecuencia: teniendo una ley de libertad religiosa conforme a la Declaración Dignitatis humanae de Libertad religiosa aprobada por el Concilio Vaticano II en 1966, una ley que garantice que el acto de fe sea libre de coacción.

La libertad de coacción es un bien y por lo tanto es obra de la gracia, no de un estado agnóstico. Éste es coaccionador y persecutorio.

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La moral natural y la Iglesia

El 24 de noviembre de 2002 la Congregación para la Doctrina de la Fe, con la aprobación del Sumo Pontífice san Juan Pablo II, publicó una "Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política", en la que, entre otras cosas, afirma que los católicos debemos defender sin componendas que la comunidad política respete todas y cada una de las exigencias éticas fundamentales derivadas de la ley moral natural, promoviendo el bien común, y actuando en política de un modo coherente con nuestra conciencia cristiana.

Por otro lado, la citada nota doctrinal precisa que esas "exigencias éticas fundamentales para el bien común de la sociedad" no son "en sí «valores confesionales», pues tales exigencias éticas están radicadas en el ser humano y pertenecen a la ley moral natural", y "no exigen de suyo en quien las defiende una profesión de fe cristiana".

La Iglesia y el Papa son infalibles para enseñar lo que es conforme a la moral natural y lo que es inmoral.

No pueden abdicar de esta misión.

Si no usan su autoridad, no dejan de tenerla.

Es utópico creer que un estado aconfesional va acatar la autoridad del Papa en materia de moral natural.

Sólo la acatará un estado confesional católico.

Sólo un Estado confesional católico consecuente cumplirá y respetará las exigencias éticas radicadas en el ser humano y pertenecientes a la ley moral natural.

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Relativismo y democracia

"Muchos opinan que el relativismo constituye un principio básico de la democracia, porque sería parte de ella el que todo se pueda someter a discusión. En verdad, sin embargo, la democracia vive sobre la base de que existen verdades y valores sagrados que son respetados por todos. De otro modo se hunde en la anarquía y se neutraliza a sí misma.
Alexis de Tocqueville señalaba ya, hace aproximadamente 150 años, que la democracia sólo puede subsistir si antes ella va precedida por un determinado «ethos». Los mecanismos democráticos funcionan sólo si éste es, por así decir, obvio e indiscutible y sólo así se convierten tales mecanismos en instrumentos de justicia. El principio de mayoría sólo es tolerable si esa mayoría tampoco está facultada para hacer todo a su arbitrio, pues tanto mayoría como minoría deben unirse en el común respeto a una justicia que obliga a ambas. Hay, en consecuencia, elementos fundamentales previos a la existencia del Estado que no están sujetos al juego de mayoría y minoría y que deben ser inviolables para todos.
La cuestión es: ¿quién define tales «valores fundamentales»? ¿Y quién los protege? Este problema, tal como Tocqueville lo señalara, no se planteó en la primera democracia americana como problema constitucional, porque existía un cierto consenso cristiano básico —protestante— absolutamente indiscutido y que se consideraba obvio. Este principio se nutría de la convicción común de los ciudadanos, convicción que estaba fuera de toda polémica. ¿Pero qué pasa si ya no existen tales convicciones? ¿Es que es posible declarar, por decisión de la mayoría, que algo que hasta ayer se consideraba injusto ahora es de derecho y viceversa? Orígenes expresó al respecto en el siglo tercero: Si en el país de los escitas se convirtiere la injusticia en ley, entonces los cristianos que allí viven deben actuar contra la ley. Resulta fácil traducir esto al siglo XX: Cuando durante el gobierno del nacional-socialismo se declaró que la injusticia era ley, en tanto durara tal estado de cosas un cristiano estaba obligado a actuar contra la ley. «Se debe obedecer a Dios antes que a los hombres». ¿Pero cómo incorporar este factor al concepto de democracia?
En todo caso, está claro que una constitución democrática debe cautelar, en calidad de fundamento, los valores provenientes de la fe cristiana declarándolos inviolables, precisamente en nombre de la libertad. Una tal custodia del derecho sólo subsistirá, por cierto, si está guardada por la convicción de gran número de ciudadanos. Ésta es la razón por la cual es de suprema importancia para la preparación y conservación de la democracia preservar y profundizar aquellas convicciones morales fundamentales, sin las cuales ella no podrá subsistir. Estamos ante una enorme labor educadora a la cual deben abocarse los cristianos de hoy".
(Declaraciones del entonces Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Cardenal Joseph Ratzinger, después Papa Benedicto XVI, al director de Humanitas, Jaime Antúnez Aldunate, reeditadas en el libro Crónica de las Ideas: En busca del rumbo perdido. Madrid. Ediciones Encuentro. 2001).

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"La moral no es cosa de acuerdos. En este caso estaría sometida al juego de las mayorías. La moral se basa más bien en el orden interno de la propia realidad: la creación lleva en sí la moral. Estamos comenzando nuevamente a ver esto en los urgentes problemas ecológicos. Volvemos a darnos cuenta de que no debemos hacer todo cuanto podemos hacer. Constatamos que debemos respetar la dignidad de las criaturas. Con mayor razón entonces debemos volver también a comprender que justamente el ser humano lleva en sí una dignidad y un mandato interior que permanecen a través de todos los cambios históricos. El hombre es siempre hombre. Su dignidad esencial es siempre la misma. Por eso existen conductas que nunca podrán llegar a ser buenas, sino que siempre serán incompatibles con el respeto al hombre y a la dignidad que viene Dios y que él lleva en sí". (Ratzinger, ibid.).

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La laicidad en la actual situación de hipótesis constatada por Benedicto XVI

Caducidad de la sana laicidad

Será también cuando todos crean que Jesucristo es Dios y obren en consecuencia, también en la vida política, lo cual se producirá con toda seguridad tal como fue anunciado por el Concilio Vaticano II:

"La Iglesia, juntamente con los profetas y con el mismo Apóstol, espera el día, que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos invocarán al Señor con voz unánime y le servirán hombro con hombro" (Nostra aetate, 4).

Lo que es proclamar con toda seguridad la confesionalidad de todos los pueblos y que obrarán en consecuencia en el futuro.

Mientras tanto:

Reivindicar la sana laicidad es pedir que las propuestas y aportaciones de los católicos sean tenidas en cuenta. Frente al laicismo, que excluye toda presencia de lo católico en la vida pública. Ya sería mucho. Porque algo es más que nada. Pero, cuando se permite que se presenten las propuestas católicas y luego se imponen normas anticristianas y antihumanas como las que legalizan la muerte de niños en el vientre manterno, ¿acaso alguien puede pretender que nos sea lícito a los católicos acatar normas anticristianas y antihumanas? La respuesta establecida por Dios es el non possumus. Ni se obedecen, ni se cumplen. Como decía Canals, no se puede aceptar deportivamente el resultado.